Allí en el pueblo de “Las Acacias”, el hombre que no tenía más de una mujer, no era “macho”, y era tenido por flojo y bobalicón.
Así pues -siguiendo este patrón-, Mariano tenía a Isabel su mujer, y a su concubina Teresa. Era un hombre muy trabajador en su propio taller de talabartería, y no le faltaba trabajo ni obras que entregar los días lunes y jueves, cuando tenía lugar el mercado del pueblo.
Aunque Mariano era un hombre muy correcto, era muy irascible, quizás debido a esa doble vida que llevaba, y no era extraño verlo peleando hasta con los materiales de su profesión, cuando se encontraba trabajando.
Aún recuerdo aquel día en que fui a recoger una maleta que él estaba reparando y tuve la oportunidad de escucharlo decir improperios mientras clavaba una pieza de cuero y ante mi asombro –pues yo pensé que estas soeces palabras quizás iban dirigidas a mí que en ese preciso momento había llegado y esperaba allí en el umbral-:
—Entrá hijueputa, entrá…—decía enardecido— y continuaba: —Al fin entraste hijueputa.— Luego caí en la cuenta de que estas palabras iban dirigidas al clavo que se negaba a penetrar en el duro cuero.
Mariano tenía cuatro hijos con Isabel su propia mujer, y tres más con Teresa. Así pues, a veces se veía “a gatas” para cumplir con las dos.
Del mercado que su marido traía los lunes y los jueves (días en que esto tenía lugar en la plaza pública), Isabel –consuetudinariamente-, pergueñaba una canastilla poniendo en ella la mitad de los víveres, y en algunas ocasiones hasta alguna ropa de sus propios hijos. El obsequio era enviado con su criada a casa de Teresa, quien ajena y extrañada ante la causa de nobleza tan increíble, optaba por pensar que de todas maneras, esto aligeraba en algo su carga, y se consolaba al considerar que “la Señora” aceptaba -muy estoicamente y como ocurría frecuentemente-, la doble situación ante la cual muchas mujeres conformistas no reaccionaban, y mansamente aceptaban esto como algo casi normal.
Por aquella época y bajo el criterio insensato y aprendido de que esas “eran cosas de los hombres”, las mujeres casadas no sólo aceptaban esa doble vida, sino que hasta sintiéndose un tanto airosas terminaban pensando que de todas maneras, socialmente ellas eran “la Señora” y la de afuera era la concubina , “la moza” como solía decirse en tono peyorativo.
Un buen día Isabel cayó enferma a consecuencia de un parto mal cuidado, y entonces las canastas de provisiones no volvieron a llegar a casa de Teresa. A Isabel le atacó una fiebre puerperal y ya casi agonizando dijo a la mujer que la asistía:
—Que no falten las canastas de víveres para Teresa, pues mija,—continuó ya en sus últimos estertores de muerte— quiero que sepa una cosa, dijo señalando su brazo: por estas venas corre la sangre de sus hijos, porque Mariano y yo somos primos…
Isabel y Mariano habían venido de otro pueblo a residir allí en Las Acacias, y nadie conocía el secreto…